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La larga marcha del progreso está marcada por revoluciones, luchas, crisis económicas, liberaciones, injusticias y regresiones.

Son los “puntos de inflexión donde se cristalizan los conflictos sociales y se redefinen las relaciones de poder”, explica Thomas Piketty en su sorprendentemente optimista relato del avance humano hacia la igualdad. Basándose en sus trabajos anteriores y en un extenso registro histórico, Piketty pone claramente de relieve su argumento más amplio sobre los orígenes de la desigualdad y los contextos políticos, sociales e institucionales de su evolución. Muestra que las sociedades humanas han avanzado hacia mejoras mensurables en la calidad de vida y una distribución más justa de ingresos y bienes, pero que abordar las desigualdades actuales requerirá de soluciones innovadoras.

Las dos guerras mundiales y los trastornos de la Gran Depresión son el telón de fondo de la “gran redistribución” de la que habla Piketty: la drástica reducción de las desigualdades de ingresos y riqueza en gran parte del mundo occidental entre 1914 y 1980, gracias al auge del estado de bienestar y los impuestos progresivos sobre la renta y el patrimonio. El estado de bienestar impulsó la igualdad de acceso a la educación y la atención de la salud, el transporte, las pensiones por vejez y los seguros ante shocks económicos: gastos que beneficiaron de forma desproporcionada a las personas de clase media y baja.

Este “salto adelante” fue posibilitado por una movilización sin precedentes de los ingresos fiscales: desde menos del 10% del ingreso nacional en 1910 a 30%-40% en las décadas de mediados de siglo. La progresividad tributaria redujo la enorme concentración de la riqueza y el poder económico en el extremo más alto, corrigiendo las desigualdades tanto antes como después de impuestos y concitando una aceptación colectiva del nuevo contrato social y fiscal.

Piketty llama a esto una “revolución antropológica”, que ocurrió efectivamente durante la erosión gradual del control exclusivo que ejercían las clases políticas dominantes. Observa que el sufragio universal y la competencia electoral, propiciados por una prensa independiente y el movimiento sindical, fueron decisivos para asegurar una prosperidad mayoritaria. Además, la liquidación de bienes coloniales y la condonación de deudas públicas acumuladas durante los períodos de entreguerras liberaron recursos para la reconstrucción y la redistribución.

El fuerte aumento de la concentración de los ingresos y la riqueza desde la década de 1980 y la persistencia de la inequidad en todas sus formas hablan de la urgente necesidad de una transformación. Piketty cuestiona la centralidad del crecimiento para la prosperidad económica, argumentando que la liberalización financiera, la desregulación y las lagunas en el sistema fiscal internacional han favorecido a las más grandes fortunas en detrimento de los demás, incluso en el hemisferio sur. El resultado es un sistema donde el poder político y los recursos económicos han confluido cada vez más.

Las soluciones que propone incluyen volver a una mayor progresividad fiscal: tasas significativamente más pronunciadas del impuesto sobre la renta para los altos ingresos, un impuesto mundial sobre la riqueza para las personas más pudientes, programas de ingreso básico y condonación de deudas. El progreso estaría caracterizado por elecciones financiadas con fondos públicos, participación de los trabajadores en la gestión de grandes empresas, un estado de bienestar que se extienda más allá de las fronteras nacionales, y una revisión de los tratados mundiales para abordar el cambio climático y la distribución desigual de la riqueza. La experiencia pasada, señala Piketty, ofrece la esperanza de que esa “transformación profunda del sistema económico mundial” sea posible.

ERA DABLA-NORRIS es Directora Adjunta del Departamento de Asia y el Pacífico del FMI.

Las opiniones expresadas en artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.