Por David Lipton
La economía mundial se enfrenta a una serie de desafíos complejos debidos al cambio tecnológico y la globalización, así como a los efectos prolongados de la crisis financiera de 2008–09. Al mismo tiempo, asistimos a la disminución de la confianza en las principales instituciones que han contribuido al extraordinario crecimiento y prosperidad de los últimos 40 años. Esta tendencia amenaza con fragmentar el orden internacional que viene rigiendo la economía mundial.
Entre los síntomas de dicha fragmentación están el aumento de las tensiones comerciales, las desavenencias con y en el seno de algunas instituciones multilaterales, y el debilitamiento de las iniciativas encaminadas a abordar los severos desafíos transfronterizos del siglo XXI, como el cambio climático, la delincuencia cibernética y los flujos de refugiados. La cuestión que inevitablemente se plantea es: si todo ello ocurre en un momento de sólido crecimiento mundial y relativa estabilidad financiera, ¿qué consecuencias podría tener la próxima desaceleración económica?
La historia nos hace pensar que tarde o temprano se producirá una desaceleración, y las recientes señales de ralentización del crecimiento mundial deberían alertar de la necesidad de prepararse para hacer frente a circunstancias imprevistas.
Las instituciones multilaterales no son las únicas que sufren la desconfianza. En muchos sentidos, la gobernanza nacional está desprestigiada—véanse las turbulencias que han generado las recientes elecciones en muchos países. Si queremos anticipar la próxima desaceleración económica, y mitigar sus efectos cuando llegue, es necesario que los países refuercen ahora sus defensas.
Estas incluyen la potencia de fuego financiera, las políticas para combatir crisis y los regímenes reguladores, muchos de los cuales se pusieron en práctica tras la crisis financiera mundial. Sin embargo, tal como están las cosas, no hay garantías de que sean suficientes para evitar que una recesión común y corriente se convierta en otra crisis sistémica a gran escala.
En materia de política monetaria, la posible respuesta de los bancos centrales a una desaceleración profunda o prolongada es objeto de un amplio debate. Por ejemplo, en recesiones anteriores en Estados Unidos, la Reserva Federal respondió con una expansión de 500 puntos básicos o más y, durante la crisis financiera mundial, los bancos centrales utilizaron ampliamente sus balances. No obstante, como las tasas de intervención siguen siendo bajas en muchos países y todavía se está llevando a cabo la normalización de los balances, posiblemente no podrá aplicarse la misma respuesta de política.
Hay quien sugiere que el uso de medidas monetarias no convencionales podría generar el margen necesario para responder a una crisis con tasas de interés negativas, orientaciones prospectivas con la promesa de mantener las tasas de interés en niveles reducidos por más tiempo del que justifican los objetivos de inflación o las directrices de política, u otras novedades. Sin embargo, como la eficacia de dichas ideas es, a lo sumo, incierta, existen motivos para dudar de la fuerza de la política monetaria.
La siguiente línea de defensa es la política fiscal, ámbito en el cual muchos observadores insisten en que el margen de maniobra de las economías avanzadas ha ido disminuyendo. La deuda pública ha aumentado, sobre todo en Estados Unidos tras los recortes fiscales y el incremento del gasto. Lo cierto es que, en muchos países, los déficits siguen siendo demasiado elevados para poder estabilizar o reducir la deuda. Al mismo tiempo, si la próxima desaceleración genera desempleo y capacidad económica ociosa, es de esperar que los multiplicadores crezcan, lo cual devolvería a la política fiscal parte de su fuerza, incluso con un nivel de deuda elevado. No obstante, no cabe esperar que los gobiernos dispongan de margen suficiente en sus presupuestos para responder como lo hicieron hace diez años. Políticamente, los elevados niveles de deuda podrían restar popularidad al estímulo fiscal.
Tras la crisis financiera mundial, la percepción de que se salvó a los banqueros a expensas de los trabajadores de a pie fue objeto de persistentes reproches. Por tanto, una recesión futura que ponga en peligro las finanzas de pequeñas empresas o propietarios de vivienda probablemente llevaría a exigir un alivio de la carga de la deuda. El respaldo a una proporción de la economía mayor podría aumentar las tensiones en las finanzas públicas, ya al límite, pero su ausencia podría intensificar las divisiones políticas.
Aunque, una vez más, la recesión ponga en peligro la estabilidad de los bancos, ahora las operaciones de rescate están limitadas por ley, como consecuencia de las reformas de las normas financieras, que exigen realizar el rescate con la participación de propietarios y prestamistas. De todos modos, estos nuevos sistemas están infrafinanciados y no han sido probados.
No debemos perder de vista que el deterioro de los principales mercados de capital estadounidenses durante la crisis financiera mundial, que podría haber tenido efectos de contagio devastadores en todo el mundo, pudo contenerse con firmeza gracias a las medidas poco convencionales de los bancos centrales, y el mecanismo de apoyo al financiamiento de las tesorerías nacionales. Es probable que la capacidad para repetirlo no pueda obtenerse fácilmente.
La cuestión es que, posiblemente, las opciones de política y los recursos financieros públicos nacionales serán mucho más limitados que en el pasado. La lección que debe extraerse de esta posibilidad es que todos los países deben tener mucho cuidado de sostener el crecimiento, limitar las vulnerabilidades y prepararse para lo que venga.
Otra moraleja es la importancia de la preparación y la actuación multilateral. El papel de instituciones del calibre del FMI ha sido fundamental para responder a las crisis y mantener la economía mundial en el buen camino. La capacidad de responder eficazmente a dichos retos viene exigiendo un proceso constante de reforma, que debe continuar.
Ante el descontento con el multilateralismo en algunas economías avanzadas, es fundamental avanzar en la evolución del FMI —en relación con las actividades de préstamo, análisis y estudio— para que podamos seguir cumpliendo con nuestra misión principal: el respaldo al crecimiento y la estabilidad financiera mundiales. Esto cobrará mayor importancia todavía si las herramientas de política nacionales resultan insuficientes para abordar una crisis.
La capacidad de préstamo del FMI se incrementó durante la crisis financiera mundial hasta alcanzar el billón de dólares, gracias a la enérgica respuesta de nuestros países miembros en tiempos de apremiante necesidad. Desde esta perspectiva, es alentador que el G-20, en la cumbre celebrada en noviembre en Buenos Aires, reafirmase su compromiso de apoyo con la red de seguridad financiera mundial, en cuyo centro se sitúa un fuerte FMI, dotado de la financiación adecuada.
La Directora Gerente del FMI, Christine Lagarde, ha reclamado un «nuevo multilateralismo», dedicado a mejorar las vidas de todos los ciudadanos de este mundo y a garantizar un reparto mucho más amplio de los beneficios económicos de la globalización y la tecnología. Este es un objetivo esencial y, para ello, debemos asegurarnos de que podemos evitar crisis futuras, así como responder de forma eficaz a la próxima recesión. Es una forma práctica y pragmática de superar la desconfianza en las instituciones y construir un futuro próspero y compartido.