Una promesa económica intergeneracional nos exige actuar decisivamente en esta década

Cuando visité la Universidad de Cambridge hace poco, planteé un interrogante sencillo: ¿cómo podemos construir una economía que beneficie no solo a esta generación, sino también a las siguientes?

Dar con la respuesta correcta hoy es más importante que nunca. Las tensiones geopolíticas van en aumento y la economía mundial tiene por delante las perspectivas a mediano plazo menos halagüeñas de las últimas décadas. Los jóvenes, sobre todo, se enfrentan a enormes dificultades, desde pagar la universidad hasta encontrar un trabajo y comprar una vivienda, al mismo tiempo que lidian con el impacto potencialmente costoso del cambio climático en sus vidas.

Muchas personas sienten que la economía les está fallando. Muchos no solo están angustiados, sino enfadados. Y vemos que esto se está manifestando en la sociedad y en la política, y está conjurando el fantasma de una “era de la ira”, de más polarización e inestabilidad.

Pero las cosas no tienen por qué ser así. Un ensayo que el gran economista John Maynard Keynes escribió en 1930 me sirve de inspiración: “Las posibilidades económicas de nuestros nietos”. Este ensayo es algo que atesoro porque pienso mucho en el futuro de mis nietos y porque soy una optimista inveterada como Keynes. Incluso en los oscuros días de la Gran Depresión, Keynes vislumbró un futuro más prometedor.

Predijo que, en 100 años, los niveles de vida serían hasta ocho veces más altos, gracias a avances derivados de la innovación tecnológica y la acumulación de capital. Ese pronóstico resulta trascendental por lo acertado: incluso a pesar de que la población mundial se cuadruplicó durante el último siglo, el ingreso per cápita mundial se multiplicó ocho veces. Los motores de la prosperidad que Keynes percibió en su momento son tan válidos hoy como ayer.

Son la base de una promesa de progreso que atraviesa las generaciones. Y, al igual que la de Keynes, mi perspectiva es a largo plazo. Primero, querría delinear la trayectoria de esa promesa a lo largo del último siglo. Además del enorme avance de los niveles de vida, el mundo registró una reducción histórica de la pobreza. En los últimos treinta años, sin ir más lejos, 1.500 millones de personas salieron de la pobreza y cientos de millones pasaron a la clase media. Pensemos también en las impresionantes mejoras de la esperanza de vida, las tasas de mortalidad infantil, los índices de alfabetización y los niveles educativos, sobre todo entre las niñas.

En síntesis, durante las últimas décadas, ha habido más progreso para más gente que nunca antes. Dos motores de ese progreso —la tecnología y la acumulación de capital— funcionaron tal y como Keynes había previsto. A estos factores se sumó la integración económica. En los últimos 40 años, el volumen del comercio internacional se ha sextuplicado, y los flujos mundiales de capital aumentaron más de diez veces. Esto ha estimulado la productividad y la inversión, sobre todo en las economías de mercados emergentes.

En mi propio país natal, Bulgaria, el ingreso per cápita se ha cuadruplicado desde la caída de la cortina de hierro, debido principalmente a las oportunidades derivadas del comercio mundial y de la integración con la Unión Europea. El progreso registrado en Bulgaria es también producto de un “ingrediente especial”: la cooperación internacional, manifestada, por ejemplo, en la coordinación de políticas económicas en tiempos de crisis. La cooperación es el cimiento de lo que algunos expertos han denominado la “larga paz” posterior a 1945; es decir, la ausencia de conflictos directos entre las grandes potencias. Dicho de otro modo: cuanto más diálogo, más comercio y más prosperidad.

Pero también se han cometido errores de políticas; en particular, no haber compartido los beneficios del crecimiento a una escala más amplia ni haber brindado suficiente apoyo a quienes se vieron muy golpeados por las perturbaciones provocadas por las nuevas tecnologías y el comercio. En consecuencia, la desigualdad económica es, por lejos, demasiado elevada a nivel interno y entre países. Unas tres cuartas partes de la riqueza mundial actual están en manos de apenas una décima parte de la población. Y son demasiadas las economías en desarrollo cuyos ingresos ya no convergen hacia los niveles de las economías avanzadas. Más de 780 millones de personas pasan hambre.

Una desigualdad económica profunda corroe el capital social y la confianza en las instituciones públicas, en las empresas y en cada uno de nosotros. Y esa disminución de la confianza se observa también entre las naciones. Las tensiones políticas podrían fragmentar la economía mundial en bloques rivales, sembrando pobreza e inseguridad. Irónicamente, esto está ocurriendo justo cuando necesitamos más cooperación que nunca para abordar cuestiones que trascienden las fronteras y que ningún país puede resolver por cuenta propia, entre las que sobresale el cambio climático.

 

Las perspectivas de mis nietos dependerán de que podamos asignar el capital donde es más necesario y donde tendrá el mayor impacto positivo.

La pregunta es, entonces, cómo seguimos adelante. Si los últimos 100 años sirven de guía, podemos estar bastante seguros de nuestra capacidad para una vez más lograr avances extraordinarios. Si a esto sumamos un conocimiento claro de lo que no funcionó en el pasado, podremos hacer realidad la promesa para nuestros nietos.

La posibilidad de cambiar el rumbo

Voy a describir dos escenarios para los próximos 100 años, proyectados por el personal técnico del FMI. En el que podríamos denominar el “escenario menos ambicioso”, el PIB mundial se triplicaría, aproximadamente, y los niveles de vida mundiales serían dos veces más altos que en la actualidad. En el “escenario muy ambicioso”, el PIB mundial sería 13 veces mayor, y los niveles de vida serían nueve veces más altos.

¿A qué se debe esta enorme diferencia? El “escenario menos ambicioso” se basa en el menor aumento de los niveles de vida observados en los 100 años previos a 1920, mientras que el otro se basa en las tasas de crecimiento medio mucho más altas registradas desde 1920 hasta ahora. Creo que nuestros nietos disfrutarán el mejor de estos dos escenarios.

Para alcanzar esa meta, debemos seguir empeñados en robustecer los cimientos de nuestra economía —desde la estabilidad de precios hasta la sostenibilidad de la deuda pública y la estabilidad financiera— así como promover el comercio internacional y el espíritu empresarial para estimular el crecimiento y el empleo. Pero esto no bastará: necesitaremos mejor cooperación internacional y un diferente tipo de crecimiento, más sostenible y equitativo. Las investigaciones del FMI demuestran que una menor desigualdad del ingreso puede vincularse a un mayor y más duradero crecimiento.

Además, tenemos que usar la acumulación de capital de manera más inteligente. Las perspectivas de mis nietos dependerán de que podamos asignar el capital donde es más necesario y donde tendrá el mayor impacto positivo. Me preguntarán en dónde. Permítanme destacar tres ámbitos prioritarios de inversión.

El primero, la economía del clima. Los shocks climáticos de hoy están golpeando a economías en todo el mundo, con sequías, incendios e inundaciones, y también con consecuencias menos visibles en sectores como las cadenas de suministro y los mercados de seguros. Para los pesimistas, la humanidad va a pagar desastrosamente los platos rotos. Para mí, el panorama es otro: si actuamos decisivamente, especialmente en esta década, podemos lograr una economía neutra en carbono y contribuir a garantizar un planeta habitable. Esta tiene que ser nuestra promesa.

Implicará movilizar billones de dólares en inversiones para el clima, para tareas de mitigación, adaptación y transición. Y significará corregir la terrible falla de mercado que permite a los contaminadores de nuestro planeta causar daños sin pagar nada. Nuestras investigaciones demuestran que la tarificación del carbono es la forma más eficiente de acelerar la descarbonización.

Aún hay mucho camino por recorrer, el precio medio actual por tonelada de emisiones de dióxido de carbono es de apenas USD 5, muy inferior al precio de USD 80 al que necesitamos llegar en 2030. Pero hay avances: los programas de tarificación del carbono ahora abarcan un cuarto de las emisiones mundiales, es decir, el doble de 2015. Y los inversionistas están respondiendo: por cada USD 1 gastado en combustibles fósiles, ahora se gasta USD 1,70 en energía limpia, mientras que hace cinco años la razón era uno a uno.

Al invertir más en el clima, podrían crearse millones de empleos verdes, se fomentaría la innovación y se aceleraría la transferencia de tecnologías verdes a las economías en desarrollo. Y podría romperse el vínculo histórico entre el crecimiento y las emisiones, de modo que a medida que los países se enriquezcan, los habitantes disfruten de mejores niveles de vida sin infligir daño en nuestro planeta.

El segundo, la inversión en la próxima revolución industrial. De la computación cuántica a la nanotecnología, de la fusión nuclear a la realidad virtual, de las nuevas vacunas a la genoterapia. La innovación se acelera y transforma la manera en que vivimos y trabajamos.

Consideremos por ejemplo la inteligencia artificial (IA). Esta podría imprimir un poderoso impulso a la productividad y al crecimiento en todas partes. Lo que me impresiona especialmente es la posibilidad de reducir las brechas de capital humano en el mundo en desarrollo y contribuir a equiparar los niveles de ingreso con los de las economías avanzadas.

Pero también hay riesgos. Un estudio del FMI muestra que, en las economías avanzadas, alrededor de 60% de los trabajos podrían verse afectados por la IA. Una mitad podría verse beneficiada, pero la otra sencillamente quedaría obsoleta. Esto podría empujar el desempleo al alza, y los sueldos a la baja; el propio Keynes advirtió sobre esto cuando escribió sobre el “desempleo tecnológico”.

Está claro que debemos poner la IA al servicio de la humanidad. En lugar de videos ultrafalsos o deepfakes, y desinformación, lo que deseamos son avances en la ciencia, la medicina y la productividad. Queremos una IA que corrija la desigualdad, no que la profundice.

Los países tienen que empezar a prepararse ahora, incrementando la inversión en infraestructura digital y ampliando el acceso a la capacitación de nuevas aptitudes y a la reconversión laboral. También necesitamos principios mundiales para el uso responsable de la IA —barreras de contención— para reducir al mínimo los riesgos y poner un máximo de oportunidades al alcance de todos.

El tercero, la inversión en las personas. Los mayores dividendos se obtienen al invertir en salud, educación y redes de protección social más sólidas, y al empoderar económicamente a las mujeres. Esto es fundamental para lograr que la acumulación de capital sea mejor y más justa.

En ningún lugar es esto más evidente que en África, donde habitan las poblaciones más jóvenes y en más rápido crecimiento. Para finales de este siglo, la proporción de África en la población mundial se aproximará al 40%. En el otro extremo del espectro están regiones como Europa y Asia oriental, cuyas poblaciones están envejeciendo rápidamente, y en algunos casos incluso reduciéndose.

¿Cómo podemos conectar mejor los abundantes recursos humanos de África con el abundante capital de las economías avanzadas y de los principales mercados emergentes? En los países africanos, la clave está en atraer inversionistas a largo plazo y garantizar flujos comerciales estables. Esto implicará fomentar un mejor crecimiento, haciendo más eficaz el entorno empresarial, movilizando más ingresos y eliminando el gasto ineficiente. En los países que ya están enfrentando tensiones presupuestarias y altos niveles de deuda, esto permitiría crear más margen para el tan esencial gasto social.

He aquí un ejemplo de un estudio del FMI: al desarrollar capacidad fiscal, los países de ingreso bajo podrían reforzar sus ingresos presupuestarios anuales en hasta un 9% del PIB, un aumento notable que equipararía su esfuerzo fiscal con el de las economías de mercados emergentes.

Si se logra combinar el tipo adecuado de apoyo internacional con el tipo adecuado de políticas internas, a largo plazo, África podría atraer flujos a largo plazo de inversión, tecnología y conocimientos especializados. Esto podría permitir que los jóvenes desarrollen todo su potencial.

Significaría más empleo y menos emigración de África; mayores rendimientos del capital que las economías avanzadas podrían aprovechar para hacer más sostenibles sus sistemas de pensiones; y, en general, una economía mundial más dinámica. En pocas palabras, un mundo próspero en el próximo siglo depende de la prosperidad de África.

Las inversiones en estos tres ámbitos fundamentales —clima, tecnología y personas— son cruciales. Pero, una vez más, la tarea no es posible si no hay cooperación internacional.

El multilateralismo del siglo XXI

Como uno de los padres fundadores del FMI y del Banco Mundial, Keynes permitió que el mundo extrajera las lecciones pertinentes que la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial tenían para enseñar. En lugar de políticas localistas que pueden conducir a crisis y conflictos, los países deberían adoptar un nuevo marco de cooperación internacional. Esa visión se hizo realidad en el “multilateralismo para el siglo XX”, que nos ayudó mucho.

 

Necesitaremos mejor cooperación internacional y un diferente tipo de crecimiento, más sostenible y equitativo.

Ahora tenemos que actualizarlo para una nueva era. El “multilateralismo del siglo XXI” podría estar más abierto a ideas nuevas y ser más representativo, con mejor equilibrio entre las economías avanzadas y las voces de las economías de mercados emergentes y en desarrollo. Preguntémonos cómo podemos modernizar las instituciones multilaterales, entre ellas, el FMI.

A lo largo de las décadas, hemos afianzado nuestra fortaleza financiera, el alcance de nuestra labor y nuestro carácter. Solo desde la pandemia hemos suministrado aproximadamente USD 1 billón en liquidez y financiamiento a los 190 países miembros. Introdujimos programas de financiamiento de emergencia y alivio directo de la deuda para los países miembros más pobres. Y nuestra labor macroeconómica ahora se centra además en el clima, las cuestiones de género y el dinero digital.

Somos la institución a la que sus miembros le han conferido la facultad de realizar de forma regular “exámenes de salud” de sus economías. Proporcionar análisis y asesoramiento imparcial es algo esencial, sobre todo en un mundo de noticias falsas y polarización política. Creo que a Keynes le gustaría lo que ve y nos alentaría a adueñarnos aún más de nuestro papel como “línea de suministro” de políticas económicas sólidas, recursos financieros, conocimientos, y como el foro auténtico de cooperación económica a escala mundial.

No es posible lograr un mundo mejor sin cooperación. En cuanto a esta idea primordial, Keynes una vez más tuvo razón. Quizá por lo que más se lo recuerda es por algo que escribió en 1923: “A largo plazo, ya estamos todos muertos”. Lo que quería decir es que, en lugar de esperar que las fuerzas del mercado arreglen las cosas a largo plazo, las autoridades deben resolver los problemas a corto plazo.

Fue un llamamiento a la acción, una visión de algo mejor y más luminoso. Y es un llamado al que estoy decidida a responder, para realizar mi aporte a un futuro mejor para mis nietos. A fin de cuentas, en 1942, Keynes escribió: “A largo plazo, casi todo es posible”.

Este artículo está basado en el discurso “Las posibilidades económicas de mis nietos”, pronunciado por la autora el 14 de marzo de 2024 en King’s College, Cambridge.

KRISTALINA GEORGIEVA es Directora Gerente del Fondo Monetario Internacional.

Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.